Terrorismo, reinserción y el sastre del Rey

Frente al delito surge una reacción de repulsa social, tanto mayor cuanto más execrable sea éste.

La acción criminal  calificada como “terro­rista” es señaladamente grave por reunir caractetísticas como la irracional arbitra­riedad que nos convierte a todos en su objetivo, la especial cobardía al dirigirse contra inocentes desarmados y la mayor peligrosidad al generarse  en el seno de un grupo cerrado, sectario, compuesto de hombres y mujeres  fanatizados alrede­ dor de un objetivo político, normalmente nacionalista o una cosmovisión radical religiosa. Esa mayor gravedad se corres­ ponde eón un rechazo especialmente vi­ rulento y extendido entre todos los ciuda­ danos. Es una reacción perfectamente comprensible que grupúsculos de gente de la calle quisieran linchar al’joven na­ cionalista radical vasco cuando fue dete­ nido momentos después de freír a bala­ zos a un médico sevillano en su consulta. Conviene reparar en el curioso detalle de que el linchamiento no se produjo porque· aquel criminal fue protegido por los miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, que, por imperati­ vo legal y constitucional, se oponían así al sentimiento popular mayoritario, para preservar los principios del sistema de­ mocrático. Esta paradoja dibuja perfecta­ mente la distancia entre lo que pueden ser sentimientos populares, incluso ma­ yoritarios en un determinado momento, y los fines y principios bajo los que deben actuar quienes eno. rnanla autoridad del Estado. La fórmula que define la esencia del Estado moderno es la renuncia (a ve­ ces a golpe de porra) de los ciudadanos al ejercicio de la violencia a favor de un Es­ tado que se compromete a ejercerla de forma racional y formalizada.

Consentimos la violencia estatal por­ que se sujeta y modula a partir de finali­dades queridas y asumidas por todos. El protocolo previo e indispensable para su ejercido es el proceso penal y la expresión concreta de esa violencia, la imposi­ ción de una pena. Precisamente por im­ perativo de esas finalidades, quedaron abolidas las penas corporales que supo-‘ nían castigos físicos al reo o la pena de mue1te qué procedía a su eliminación. Desaparecidas ésas, desde hace más de dos siglos, nuestro sistema punitivo gira alrededor de la pena de prisión. Meter a alguien en la cárcel es la expresión con­ creta más visible de la violencia estatal. Pero también la prisión se sujeta, en nuestros días, a unos principios y a unas finalidades, que penniten distinguirla de la mazmorra medieval representada grá­ ficamente con la argolla y la bola de hie­rro.

Nuestro sistema es incompatible con una prisión que sólo pretenda la inmovi­ lización en un espacio cerrado del con­ denado. y es a pmtir de la búsqueda de otras finalidades como únicamente pue­ den entenderse instrumentos de incenti­vación del preso que conducen a salidas temporales o al acortamiento de los plazos.