Padre coraje

La reacción más primaria frente a un delito es la venganza. Históri­camente también debió ser así.

Los familiares de la víctima, des­de el dolor y la rabia, preparaban la  respuesta  frente  al  agresor. Frecuentemente se daba inicio a una espiral de actos violentos, que acrecentaba los agravios, multiplicando cada vez la justifi­cación para la perpetuación del enfrentamiento. La introducción de un criterio de proporcionali­dad en la respuesta tiene su ex­presión mas conocida en la vieja ley del Talión: «Ojo por ojo y diente  por diente». Lo que  hoy despreciamos por salvaje, supuso un gran avance, pues pretendía evitar que el incremento de la respuesta la convirtiera en uria nueva agresión que iniciara la es­piral antes descrita.

La consecuencia era el establecimiento de bandos. En la estruc­tura social así configurada, la única paz posible se basaba en la imposición por la fuerza de una facción sobre la contraria. Las primeras normas jurídicas proba­ blemente se refieren a un dere­cho de la guerra. Reglas, con las que el vencedor se autolimita en la administración de su victoria.

El Derecho Romano, en nuestra cultura, crea las primeras versiones de derechos de los ciudadanos cuando distingue entre los miembros del grupo ganador y los prisioneros de guerra, que terminada ésta ascendían a la mejor condición de esclavos. El establecimiento de una au­toridad pública, definida en su origen, como único titular legítimo del ejercicio de la violencia, pues precisamente es autoridad en tanto la utilizó más eficazmen­te que los demás, introduce en el binomio «autor de un delito-vícti­ma», un tercero, ante el que las dos partes plantean su conflicto a quien reconocen (qué remedio) la potestad de determinar la res­puesta.

La víctima se convierte en ciudadano cuando renuncia a tomarse la justicia por su mano. Pero la aparición de un tercero, encargado de resolver el enfren­tamiento, obliga a las partes a presentarle unos hechos sobre los que tendrá que decidir.

Este triángulo, que funciona a partir de la doble actividad de constatar una realidad histórica y tomar una decisión de acuerdo con unos valores, es ya la esencia de lo que conocemos como proceso penal. La progresiva complica­ción de la sociedad en las diferen­tes formas culturales que se han ido sucediendo, ha introducido modulaciones en el esquema ini­cial. Distintas formas de realizar la constatación histórica y diferentes decisiones de acuerdo con los valores hegemónicos de cada época.

Monarcas absolutos, que ponían a dios de su parte, enten­ dían que, en la primera fa.se de constatadón de lo ocurrido, no podían establecerse límites. Para saber la Verdad de lo ocurrido, el objetivo era conseguir la confe­sión del reo. Y para arrancar ésta, la tortura aparecía como un mé­todo casi infalible. Otro paso adelante en nuestra larga historia aparece cuando, cansados de inventar sofisticados aparatos para hacer sufrir al torturado, entendimos que un jui­cio justo exige que, en el traslado de los hechos desde la realidad a los estrados, se acepten por las partes algunos límites. No vale todo. La sociedad quiere reaccio­nar frente al delito, pero sin re­nunciar a sus principios en el combate. Pretende la victoria, pe­ro no a toda costa. Aparece así el concepto de prueba lícita. La cuestión discutida en la historía de Padre Coraje es precisa­ mente ésta: si determinadas gra­baciones y pesquisas respetan las reglas que definen las pruebas lí­citas. No debe extrañar que existan opiniones encontradas, pues la valiente actuación de ese padre roto por el·dolor no tenía prece­dentes. Es una situación límite. El Tribunal Supremo ha corregido la primera decisión de la Audien­cia y ha entendido que deben ser escuchadas las cintas.

Frente al desconsuelo y al desánimo que podemos sentir quienes hemos ‘vivido’, gracias a Zambrano y un puñado de bue­nos actores, la exasperante dis­tancia entre la realidad y los es­trados. Es necesario recordar otra vez la dificultad que encierra cualquier juicio penal, que desde la serenidad evite suposiciones, evitando que sean el dolor o la indignación los que conviertan al sospechoso en culpable. Para que la sana crítica no termine en autoflagelación estéril, hemos de descubrir detrás de un caso toda­ vía vivo, un modelo de enjuicia­miento que persigue una senten­cia justa, a partir de principios y valores que la historia ha ido de­purando.

Las imágenes de Padre Coraje nos han mostrado a un pa­dre sin su hijo, que choca con la desidia del funcionario o la lenti­tud del aparato judicial. Nos muestra la grandeza de quien re­nunció a la venganza, aunque le cuesta comprender que para bus­car la verdad de lo ocurrido, en un juicio justo, hay que aceptar que no vale todo. Toda nuestra historia escondi­da en el gesto firme y digno de un hombre que pide Justicia.